29 diciembre 2010

Las horas frente al "Caralibro"


El lunes fui al cine (¡¡¡Sí, al cine!!!) a ver The Social Network – La Red Social-.

Independiente del relato, que está muy bien contado, hubo algunos pasajes de la película que, como usuario habitual aunque no fantático de Facebook, me hicieron sentir un poco estúpido. Especialmente cuando Mark Zuckerberg dice que “Nadie va por la calle con un cartel que diga si está comprometido o soltero”… pero sí en Facebook (según el film, al protagonista se le habría ocurrido en ese momento ponerlo en el perfil de cada miembro). Es claro que la red es una fuente inagotable de información sobre nosotros mismos, es un manantial de datos para copuchear o cotillear pero no sólo a partir de lo visto, oído o inventado por otros sino que provisto por nosotros mismos.
Un sitio en el que voluntariamente colgamos nuestras fotos, las de nuestras salidas nocturnas, nuestras vacaciones, reuniones de trabajo, conciertos, nuestras familias, nuestro hijo (¡qué asco la gente que pone fotos de sus retoños!), y así como un vertedero de nuestras cotidianeidades. Pero es que además nos da el espacio de contar hasta nuestro estado de ánimo. Cuando llegamos al trabajo y nos preguntan cómo estamos, decimos “bien gracias y tú”, pero en Facebook en el espacio “Tu estado” desnudamos nuestros pensamientos, anhelos, ansiedades, frustraciones con frases como “Esperando que vuelva a amanecer”, “Saliendo por fin del hoyo”, “gracias por la vida y los rayos de sol que entran en mi ventana” o “Si te sientes solo, es que no has mirado hacia arriba para ver entre las nubes la sonrisa de Dios”. Más encima después los amigos le ponemos dedos hacia arriba o hacia abajo (aunque de éstos pocos, para algo somos amigos) para dar nuestro beneplácito o sencillamente los comentamos.

Y el muro, vaya que da para todo, desde afectuosos comentarios o saludos de cumpleaños a revelaciones casi escandalosas escritas impúdicamente por amigos que, o son muy descarados o no saben que se puede mandar mensajes privados.

Para mandar mensajes privados basta con pinchar en el enlace que está bajo la foto, pero para eso habría que conocer todas las funciones del sitio, explorar en las múltiples pestañas, enlaces, haciendo clicks hasta el infinito y eso es como leerse el manual de un artefacto electrónico recién comprado. ¿Quién se ha leído el manual de una cámara fotográfica, un DVD –el reproductor no de un disco-, o incluso una lavadora? Así que ¿quién sabe todas las funciones que tiene Facebook. Aunque no está demás conocer cómo controlar la información que hay sobre nosotros y quiénes pueden saberlo. Porque una cosa es que mis amigos vean las fotos de mi borrachera del fin de semana pasado o tu cara de recién parida, pero otra es que la vean “los amigos de tus amigos” o los amigos de los amigos de tus amigos… porque se puede. De todos modos, recomiendo darse una vuelta por la Configuración de privacidad que está en la pestaña de cuenta (al extremo derecho arriba del sitio).
Aún así, respecto a la privacidad, creo que hay un limbo que es cuando te etiquetan en una foto, que puedan ver los amigos de tus amigos y, pinchando por ahí, puedes comenzar a navegar por las fotos de personas que no necesariamente quieres que te vean… mmm, no sé si es lo que quiero.
Me comentaba una amiga que ha trabajado en selección de personal para empresas que al llegarles los currículums, van a mira si los encuentran en Facebook y quiénes son sus amigos. Vaya, para que te enteres.
Con todos estos datos, y muchos otros rumores que corren sobre esta social network, es raro que alguien como yo, con rasgos paranoides presentes en mi constitución psicológica, tenga una cuenta en Facebook. Con la distancia transcontinental, es un modo de estar presente y, sobre todo, enterarme de todo y todos sin tener que llamar por teléfono o escribir e-mails. O sea, en la suma de “ser visto” v/s “ver a otros”, sale ganando mi voyeurismo. Además de ser una manera imperdonablemente infalible para perder el tiempo, posponer estudios, informes, llamadas y hacer algo que no es “ni importante ni urgente”*.
Y ahora voy a dejar estas líneas para cotillear un poco y luego, si me da el tiempo antes de las dos y media, hacer el parte semanal de actividades.
Para finalizar, una sola advertencia: si eres usuario de Facebook y compartes el computador con otras personas, al terminar tu sesión ve a la pestaña CUENTA y dale a SALIR, que encontrarse con la cuenta abierta de otro es… demasiada tentación, especialmente si es un compañero de trabajo o tu hermana o tu primo o el tipo que ocupó la silla antes que tú en el Cyber Café.


*ver Los 7 Hábitos De Las Personas Altamente Efectivas.

04 julio 2010

El Roto Chileno, ¿cuánto de chileno, cuánto de roto?

Escuchando radio Concierto online en el trabajo, como un modo de no oír la estridente voz de la mujer con que comparto oficina, me enteré de la visita de la Selección Chilena de Fútbol a La Moneda y el gesto del entrenador Bielsa de ignorar o apenas saludar al presidente Piñera. Los comentarios apuntaban a la reacción en Twitter de la hija del mandatario, Magdalena: “Bielsa es un roto”. ROTO. Roto, ROTO. Creo que es un buen momento para “meterme” con esta sempiterna y tan chilena palabra. De un cierto trozo de la chilenidad.

ROTO. La palabra tiene un origen antiguo, proviene de la época de la colonia española. De hecho, eran los españoles del Perú los que llamaban rotos a los españoles que viajaban al sur porque iban sin uniformes o mal vestidos. De ahí derivó en Chile para referirse a los pobres que vivían en las ciudades. Las clases acomodadas comenzaron a llamar rotos/as a los que poblaban los arrabales, conventillos, transitaban por calles polvorientas o llenas de barro, los que “preferían vivir en esos barrios feos, llenos de mugre”. La Guerra contra la confederación Perú-Boliviana, llevaría al personaje del “roto chileno” al estatus de héroe de la batalla, erigiéndole un monumento (que si lo miramos bien, no viste nada mal). Con el paso del tiempo serviría para que la misma clase alta la usara para llamar así a los que vivían en poblaciones callampas, blocks, mediaguas o tomas. Y por ende, a los que tenían esas costumbres, ese modo de actuar tan “de rotos”.

Debo reconocer que en el ambiente donde he vivido era fácil escucharla, costaba poco que al que cometiera alguna acción descortés en el supermercado, el colegio o del coche del lado se le dijera roto, obviamente a modo de insulto o al menos de calificativo.

Muchas veces he discutido con conocidos, algunos muy cercanos, de por qué, si roto es esencia pobre, la usamos para describir y ofender al prójimo. La mayoría de las veces me ha respondido que no tiene que ver con el dinero sino con la educación, que en realidad es sinónimo de maleducado. Y creo que por un lado es un poco eufemismo y por otro, cuando llamamos al otro “maleducado” también lo hacemos desde nuestros parámetros de educación, de los que han definido cuáles son los buenos modales (probablemente, la hegemónica “aristocracia castellano-vasca”).

También me retrucan que no tiene que ver con la plata porque existe el “roto con plata”, es decir que no es exclusivo de los desposeídos. Y bueno, para mí salta a la vista que no hace más que refrendarlo, el “roto con plata” vendría siendo uno que “aunque tiene plata, se comporta como pobre”.

Con el ingenio propio de los chilenos para hacer uso de las palabras, el roto, que era originalmente un sustantivo, se convirtió en adjetivo calificativo y de ahí en verbo: rotear: “yo te roteo", "tú me roteas”, “él te rotea”, lo que vendría siendo, que te adjudico la condición de roto de acuerdo a tu comportamiento o tu modo de hablar, tu color de piel, tu barrio, tus padres, tu liceo, tu trabajo, tu medio de locomoción, tu música, tu ropa, tu comida, tus zapatillas, tu corbata, tus dientes, tus accesorios, tus vestidos, tu pelo, tu peinado, tu deporte favorito, tu bebida más habitual, tu living, tus adornos de la casa, tu auto, tus calcomanías del auto, tu reproductor mp3, tu discoteque, tu restorán favorito, tu programa de televisión, tu pololo, tu novia, tu marido, tus suegros. Vaya, que tenemos mucho por lo cual rotear.

Como yo creo en el poder de las palabras, creo que si buscamos lograr la imprescindible equidad en Chile (en el año del Bicentenario), construir más escuelas, mejorar las relaciones laborales, aumentar el sueldo mínimo, está bien, pero falta más, es necesario que cambiemos “detalles” como el modo en que nos referimos a los que son distintos a nosotros, independiente del comportamiento o modo de vida que tengan. Por eso, vaya aquí una pequeña ayudita: cuando queramos calificar a alguien poco cortés o que nos ofenda con su comportamiento, nos haga un desaire, nos tire el auto encima, nos insulte, no nos salude al invitarlo a casa, nos meta los codos para llegar antes al mesón de postre, o lo que consideremos un agravio, lo podemos llamar:

vulgar,

rudo,

grosero,

áspero,

tosco,

basto,

ordinario,

burdo,

rudimentario,

chabacano,

palurdo,

patán,

zafio,

desatento,

incivil,

desconsiderado…

pero, por favor, evitemos llamarlo “roto”.

29 junio 2010

Creer o no chutear.

El Mundial de fútbol.

Chile contra España. Chile contra Brasil. Teníamos la ilusión de ganar. Tuvimos el resultado que fue.

“Querer es poder” nos mintieron de niños. Otra mentira como “los amigos de mis amigos son mis amigos” y otras grandes mentiras cotidianas.

Y nos mintieron porque en realidad no basta con querer. Quizá es requisito necesario pero de ninguna manera suficiente. Pero incluso eso no sea necesario porque muchas veces podemos sin siquiera quererlo.

Lo que de verdad nos hace y nos da el poder no es el querer, es el creer. Puede que por hacerlo más simple, nos decían que bastaba con desearlo y mucho si lo que queríamos era muy grande. Pero la experiencia nos va mostrando que hay muchas cosas que queremos lograr, lo queremos con toda la fuerza del mundo pero no lo logramos ni lo lograremos porque no nos creemos capaces de lograrlo.

Lo siento, es así. Si queremos hacer que pasen cosas que deseamos mucho, si queremos invocar a la divina providencia, modificar la energía sutil que lo une todo o hacer vibrar el universo para que la realidad se transforme, no basta con querer. Hay que creer. Y eso sí es difícil. Requiere de una transformación profunda, es cambiar la estructura de nuestro pensamiento, de nuestras creencias, por tanto, de nuestra fe. Porque hasta los que no profesan, tienen fe. Tienen fe en que no existe nada, ni dios (con minúscula por respeto a ellos), ni eternidad. Y eso es un acto de fe. Pero hay que transformar todos los dogmas sobre lo posible y eso es transformarnos mucho, para algunos demasiado.

Todo Chile quiere ganar a los grandes del fútbol. Pero lo queremos tanto porque creemos que no somos capaces de hacerlo y esperamos “un milagro” en el cual tampoco creemos. Porque esperar un milagro es no creer que algo, al menos por su cauce natural, sucederá. O sea, el que tiene la esperanza en un milagro es el que de verdad no cree. El que “obra milagros” es porque no cree en milagros, es porque sabe, está convencido, que ocurrirá. Luego el resto, desde nuestra incredulidad lo bautizamos milagro.