12 septiembre 2007

Vorrei un Dolce

El verano transcurría en Madrid y yo sumergido en él como otros estarían sumergidos en las aguas del Mediterráneo o en el Atlántico de las Canarias. Para sacarle buen partido a este tiempo en que no pasa nada –en Santiago se trabaja en febrero comparado con el agosto español- y capear el calor, me apunté a la Biblioteca Nacional, y fui cada tarde a estudiar unos libros sobre cine y filosofía que me recomendó Miguel Castro y otros de narrativa de guión sugeridos por unas promisorias guionistas españolas que conocí en el lanzamiento de un libro en la Feria de Madrid.
En uno de los viajes del bus 37, desde Puente de Vallecas al paseo de Recoletos, justo antes de bajarme, se para una chica rubia con unos grandes lentes oscuros, con la marca D&G grabada con pequeños cristales. Al día siguiente, por esas extrañas probabilidades, la misma chica, ahora con una amiga, se bajan en la misma parada. Ambas llevaban gafas de sol de Dolce y Gabana. Así me acordé de una de las más divertidas situaciones que me ocurrió estando en Dakar, Senegal, que describe muy bien el carácter de los intrépidos senegaleses. Era el último día de mi estadía en África, partimos con Cinzia al Grand Marchè de la ciudad a hacer unas compras, regalos y souvenirs. Este mercado podría recordar a Patronato en vísperas de navidad, pero en negro: muchos negocios y puestos callejeros vendiendo de todo: ropa, enseres de casa, telas –de esas coloridas con que se hacen los trajes las mujeres africanas-, artesanías, discos –piratas en su mayoría-, gasfitería, lo que se nos ocurra. Multitudes que pululan, donde no se distingue quién es cliente, quién vende, quién busca a algún blanco para hacerle de guía, quién sólo pasa horas en la acera conversando con sus conocidos, esta última una práctica muy recurrente en esa zona del planeta.

Almorzamos en un antro que intentaré describir, a sabiendas que no lograré expresar del todo el ambiente y la magia del espacio: de la calle se ve una puerta ancha, metálica que no llama mucho la atención, dentro es un gran patio, que forma especies de galerías entre los pilares del edificio las paredes ennegrecidas no supe si alguna vez estuvieron pintadas. En hileras contra las paredes unos puestos de comida con parrilla de carbón, rodeadas de pequeñas mesas y bancas para los comensales. Detrás de las parrillas, uno o dos “chefs” preparaban la comida. Enfrentados, dejando un estrecho pasillo, otros mesones donde vendían las bebidas. El aire era humo con olor a carne asada, imaginar 17 asados todos juntos en un espacio semicerrado. El menú único de todos los puestos era unas brochetas con carne asada ahí mismo, metidas en un gran pan, con cebolla y salsas de sabores poco definibles para el paladar extranjero. Había dos variedades de brochetas, apanadas y simples. Cada brocheta debe haber costado menos de 20 pesos cada una.
Sentados frente a una de estas parrillas, sintiendo el calor de las brazas a un metro nuestro, con nuestro olfato hiper estimulado y obviamente, siendo los únicos dos blancos del lugar y Cinzia una de las pocas mujeres a la mesa. Pero a diferencia de la calle donde todos se acercan a los blancos a ofrecer productos y servicios, aquí nadie se fijaba ni nos molestaba. Nos dimos un atracón de brochetas de las dos variedades, con o sin cebolla, probando de una y otra salsa, acompañado todo con su par de coca-colas. Quedamos “pochitos” de estómago, y con la ropa empachada de olores.


A la salida, caminando hacia algún puesto que no habíamos definido, a comprar algo que podría ser una polera o un bolso, conversamos entre nosotros de sobre los sabores y sensaciones con que salíamos. Cinzia manifestó su deseo de coronar el banquete con un postre. En italiano la frase sería “mmm, adesso vorrei un dolce”. Inmediatamente respondí,
dada mi costumbre de unir ideas sólo por su sonido (sicopatología común en los esquizofrénicos, hay que decirlo), “un dolce y gabana”. Fome sería la traducción no de las palabras de mi italiana, sino de su cara.
Una manzana o más allá, ahora sabiendo dónde íbamos, se nos acerca un negro con unos jeans para que los compráramos. Como a tantos otros, le dijimos que no nos interesaba, pero él insistía e insistía que nosotros lo habíamos dicho, casi se los habíamos encargado, que él nos los daba baratos, tal como nosotros queríamos y nos mostraba la etiqueta: eran “auténticos pantalones Dolce y Gabana”. No podíamos disimular nuestra sorpresa y la risa, cómo este avezado comerciante estaba tan volcado al cliente que nos traía el producto que deseábamos apenas lo mencionamos. Debería usarlo como ejemplo en los cursos de ventas y atención al cliente. Tratamos de explicarle que sólo era un chiste –imaginar explicando en francés un juego de palabras en italiano a un senegalés-. Hubo que insistir, como era de esperar, se fue indignado, pero después de cuatro semanas ya sabía que no era un enojo real, sólo una estrategia comercial.
Al rato volvió para mostrarnos dónde podíamos comprar unos bolsos y cuadros que sí nos interesaban.

Esas cosas no pasan en Madrid.